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Adolescencia a través del cine

“The Neon Demon” – De Dorian Gray y los selfies

 

“Encontraría en el origen de la pintura y de la escultura el complejo de la momia. La religión egipcia, polarizada en su lucha contra la muerte, hacía depender la supervivencia de la perennidad material del cuerpo, con lo que satisfacía una necesidad fundamental de la psicología humana: escapar a la inexorabilidad del tiempo”. Estas palabras, tomadas del comienzo de ¿Qué es el cine? de André Bazin tratan de poner de relieve el largo camino que, en su afán por trascender a una realidad en fuga, el ser humano trazó hasta dar con la fotografía.

 

Si lo más primario del hombre es su instinto de supervivencia y la inmortalidad su deseo más visceral, es a esa intangible creación llamada “legado” a la que su voluntad se ve inevitablemente entregada. Una bella flor se hacía eco desde tiempos inmemoriales de que de nada servía una hermosa apariencia. Nos resistimos a creerlo. Pero toda flor marchita.

 

Ese tirano, el mundo audiovisual –que no el arte–, ha logrado situar innumerables espejos en cada rincón del planeta. Narcisos cuya infinita extensión nos abruma, impidiéndonos deshojar sus mustios pétalos y descubrir su vacío contenido. Sonrisas de cartón para fotógrafos fantasmales. Los selfies representan el culmen de lo vacuo. Documentos testimoniales de una nula herencia. El adiós a una forma de redescubrir al otro. La violación del arte. 

En “The Neon Demon” (2016), Nicolas Winding Refn se sirve de Ruby (Jena Malone) para, en una de las escenas más perturbadoras que ha dado el cine en la última década, retratar esa patológica pasión por la belleza superficial y/o artificial. Su nombre no es casualidad. Jesse (Elle Fanning) se va conociendo a sí misma al tiempo que los destellos de rojo neón van haciendo mella sobre su rostro. Ruby, artífice de los tintes demoniacos de la adolescente, termina siendo también la responsable de unir su destino al del más bello de los jóvenes de la mitología griega.

 

El controvertido director danés pone de relevancia nuestra contradictoria relación con la belleza. Perseguida, envidiada, necesaria: un derecho. Lo visceral. Del otro lado, la libertad del alma. Un autoengaño. La fotografía no solo se nos ha acabado desvelando como una falsa piedra filosofal, sino que se ha convertido en gas mostaza para los muchos Dorian Gray que a su través buscan trascender. Al menos mientras sigan haciéndose selfies.