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La trilogía de Céline Sciamma – Autorretrato | Adolescencia a través del cine por Miguel García Boyano

La intertextualidad de una obra cinematográfica se refiere a la relación que esta guarda con otros discursos narrativos, de la índole que sean, que se hacen necesarios para completar el significado de aquella primera. Estas referencias –cientos y cientos en cada filme– pueden ser más o menos conscientes para el autor y más o menos evidentes para el espectador; la importancia de unas y otras es asimismo muy relativa. Pongamos como ejemplo la trilogía de Indiana Jones –me sumo a la corriente de opinión que dice que jamás existió una cuarta entrega–. «Indiana Jones y la última cruzada» da comienzo con una secuencia que podría explicar el odio visceral de Indie por las serpientes o su apetencia por el látigo, dos cualidades del personaje de las que ya somos conocedores gracias a las entregas previas, cuyo visionado, aunque no indispensable, potencia indudablemente el disfrute de su secuela. Menos trascendente es descifrar que el nombre grabado en la avioneta con la que da comienzo «En busca del arca perdida» (OB-CPO) constituye un homenaje a George Lucas. En un estado de importancia intermedio podríamos situar el abrazo al pasado –a los seriales de los años treinta– de esta trilogía. ¿Y respecto a las cintas previas de Spielberg? No ya solo temáticamente, desde un punto de vista formal también, cualquier autor repetirá sus filias película tras película. ¿Acaso no los disfrutamos más cuanto más nos familiarizamos con ellos?

 

¿A qué cabría por tanto llamar trilogía dentro del cine? Dicho término alude indudablemente a la intertextualidad que se establece entre tres filmes.
El espectro de la misma es tan amplio como ambiguo es el término «trilogía».
Reduciendo este al absurdo, tres obras cualesquiera de un mismo autor podrían catalogarse de trilogía. Toda esta perorata trata de justificar mi elección para este especial. Céline Sciamma, excepcional talento de 39 años, apenas ha rodado tres obras y osadamente pretendo hablar de las mismas como una trilogía, aun cuando los personajes no tengan una continuidad directa a su través.
Aun cuando si, con suerte, esta directora continúa su ejercicio durante algunas décadas más y persisten –que lo harán– sus filias, obligándome a sustituir este término tan acotado como es el de trilogía por el de filmografía.

El universo de Sciamma es uno donde los adultos no tienen cabida. Su participación en la trama es anecdótica, si bien menor aún es la relevancia que sus huidizos planos les reservan. Quizá en «Tomboy» podríamos considerar el de la madre de Laure/Michael un rol más trascendente, pero si profundizamos él, realmente, aunque modifique el curso de los acontecimientos, la aceptación que busca el personaje principal y que valora la cámara no es tanto la de su madre como la de sus iguales. Son ellos los que más notoriamente van a mostrar su rechazo, pero también quienes –en este caso Lisa– compensen todo sufrimiento en forma de una tímida y cómplice mirada de la que ni tan siquiera somos testigos.

 

Los varones sí tienen una presencia mayor; no obstante, no salen nada bien parados de ninguna de estas tres obras. En «Lirios de agua» la directora pone el acento sobre el sexo; los waterpolistas son más bien una especie de manada de ciervos en continua berrea. Concentran dicho retrato la gélida escena de Anne «intimando» con François o el baile de los machos con el bañador por gorra.
Más benignamente son tratados los chicos de «Tomboy», a lo largo de la cual pero solo mientras persiste el engaño de Laure/Michael, integran con alegría al protagonista. Ocasionalmente, la cámara se detiene, caprichosa, sobre actitudes que podrían ser germen de toda aquella virilidad mal entendida capturada en las otras dos cintas de la trilogía, resaltando la importancia del buen desempeño en el fútbol o en la lucha. Finalmente, en «Girlhood» destaca la figura del hermano mayor maltratador que ejerce el papel de un padre ausente.

Son ellas –Marie, Anne, Laure/Michael y Vic–, adolescentes o a punto de serlo, quienes copan el núcleo del mundo de Céline Sciamma. Las suyas son mujeres fuertes, introvertidas, sufridas y únicas. Luchan por definirse, por alcanzar una identidad que se les niega; la resolución de sus batallas provendrá de sí mismas, con la inestimable ayuda, eso sí, de sus congéneres. Por último, queda un espacio reservado a los más pequeños de la casa, quienes sirven al guión para profundizar en la definición de las protagonistas. Acentúan no solo la benignidad de su carácter, sino también –para bien o para mal– su rol maternal.

 

Predominan los espacios exteriores y urbanos; remarca de este modo Sciamma que sus protagonistas ansían una libertad aún no alcanzada y que esa identidad que tanto persiguen deberán encontrarla fuera de su familia, en un terreno difuso e inestable. Los interiores, en cambio, se erigen en cuna de represión, de unos valores que, impuestos, quedan automáticamente obsoletos. La estación del año escogida para sus tres filmes es, por supuesto, el verano; en él, ajenos a la mirada adulta, encuentran las jóvenes la oportunidad de explorar y descubrir aquello que realmente les interesa y les definirá.

 

Los planos son cercanos, íntimos y pausados; el sonido es predominantemente diegético; no hay cabida para los grandes giros argumentales; ni tan siquiera las traumáticas experiencias de sus protagonistas levantan en ellas barrocas reacciones expresivas. Sin imposturas. En una habitación de hotel y al ritmo de “Diamonds” de Rihanna, encontramos en “Girlhood” una de las escenas más representativas del estilo de Céline Sciamma. Domina el escenario un tono azul sorprendentemente cálido que, momentáneamente, logrará alejarnos del tórpido transitar diario de Vic. Lady arranca a bailar, mira a cámara, segura, casi arrogante. Pronto se une Adiatou, que logra dibujar una sonrisa ya imborrable en la cara de su amiga. Más tarde lo hace Fily. Observa la escena Vic, llena de paz, convencida y alegre de haber encontrado su hogar. Y lo saborea antes de unirse al grupo, donde pasa a ocupar el centro, protegida, importante; la cámara busca la sonrisa de su rostro y el movimiento de su vestido azul, que iluminan la escena. Esta queda reflejada en la narración como lo que es, un oasis en medio del desierto. Y así, poco a poco, como si de un diario privado se tratara, destinado al disfrute o a la reflexión personal, las vidas de Marie, Anne, Laure/Michael y Vic acaban constituyendo, cada una de ellas, rincones únicos de la personalidad de su autora.