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Adolescencia a través del cine

La legitimidad de educar en valores

Luz y oscuridad. La iluminación no es sólo uno de los basics de toda producción cinematográfica; la ontogenia misma de la fotografía y, por ende, del cine no cabría sin ella. La universalidad a la que siempre debe aspirar el lenguaje visual –o, al menos, parecer que lo hace– alcanza una de sus más altas cotas con este recurso. En su Alegoría de la caverna, Platón no hace sino servirse de esta metáfora para representar la sabiduría frente a la ignorancia. La liberación de aquel mundo de sombras es la meta, el deseo casi unánime del individuo y de la sociedad que lo ha engendrado; el camino, en cambio, se torna más sinuoso. La educación no quiere saber de estándares. La buena, mucho menos. Ya lo decía Machado.

 

“Las vírgenes suicidas” (Sofia Coppola, 1999), “Mustang” (Deniz Gamze Ergüven, 2015) y “The Wolfpack” (Crystal Moselle, 2015) son tres margaritas imprescindibles que todo aficionado al cine adolescente debería desojar. Las batallas que libran frente a sus castrantes progenitores (o tutores) tres numerosos grupos de hermanos –cinco féminas en los dos primeros casos y seis varones en el último de ellos– por cambiar su tormentoso presente y su preocupante futuro invitan a reflexionar sobre la legitimidad y lo práctico que resulta educar en unos u otros valores e ideales.

 

La cinematografía de estos proyectos profundiza, precisamente, en el uso de la luz. Los exteriores de esas cárceles (otrora hogares) que cobijan a sus protagonistas se retratan bajo la perenne presencia del sol; sus interiores, en cambio, se tiñen de nocturnidad. En “Mustang”, el oscuro túnel que guía hacia la mansión familiar incide en este concepto; “Las vírgenes suicidas”, ambientada en pleno auge de la posmodernidad, emula a cintas como “Terciopelo azul” (David Lynch, 1986) retratando las dos caras del sueño americano, la aparente y la real, a uno y otro lado de los muros de los Lisbon. Crystal Moselle, por su parte, emplea las radiaciones de la televisión de los Angulo, la única puerta que, en forma de innumerables películas, les dio a conocer el mundo, como iluminación para sus escenas bajo techo.

Tanto en “Las vírgenes suicidas”, como en “Mustang”, se aprecia el titánico esfuerzo de una generación por transmitir a la siguiente, inalteradas, sus creencias más concretas; no en vano, la madre de las Lisbon y la abuela de Lale y compañía tratan de imponer a las cinco hermanas un vestuario uniforme. En “The Wolfpack”, éste se extiende hasta el extremo en las largas melenas de los Angulo; llama la atención, sin embargo, que, a pesar de que el poder de su progenitor vaya decayendo conforme el metraje va avanzando, sus hijos opten por no perder una identidad que difícilmente podría tildarse de personal. El pensamiento conspirativo de su padre se traslada a Mukunda, el personaje principal del documental, crítico con la policía de Nueva York, reticente a la ayuda de terapeutas y aterrado ante la posibilidad de estudiar en un colegio. Lo escalonado de las edades de los hermanos en estos tres filmes nos permite estudiar la irreversible sumisión –bien activa, bien pasiva– en la que, de no escapar a tiempo, acabarán sumergiéndose sus voluntades; no sorprende, por lo tanto, que sus miembros más jóvenes sean también quienes se rebelen con más ímpetu contra el yugo familiar.

 

Esa realidad, esa verdad, esa luz que, en el proceso de definitiva conquista de la autonomía, vamos adquiriendo a pasos agigantados en la adolescencia se adapta a la perfección al formato fílmico, a esa tan característica rápida sucesión de acontecimientos repletos de significado que conforman la estructura narrativa del cine. La vuelta del iluminado a la cueva desatará en estas tres obras, como en el relato de Platón, unas muy crudas consecuencias. En “Las vírgenes suicidas”, las salvajes mustangos ejercen el suicidio como supremo acto de libertad o rebeldía. La cámara de Sofia Coppola opta por acercarse a sus protagonistas desligando de la muerte su carácter irreversible; la denuncia parte así de unos personajes eternos cuyo sacrificio es comprendido y admirado por el espectador.

 

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Aquella sabiduría, ya hallada en la adolescencia, no va a estar, para ninguna de las tres autoras, en el qué, sino en el cómo. Errar es condición sine qua non para el aprendizaje; la libertad deberá ser, por tanto, un requerimiento aún más primario de la educación. Los más noveles componentes de “Las vírgenes suicidas” o de “The Wolfpack” no parecen adolecer de falta de atención o cariño, sino más bien de una sobreprotección por parte de sus mayores. El miedo a que nada se inmiscuya en su proyección de sombras les llevará a sacarlos del colegio, cuya ausencia termina, paradójicamente, ensalzando su crucial papel en la educación integral de la persona. Éste se hace extensivo a la sociedad, a cuya complicidad y/o pasividad podrían achacarse gran parte de las desavenencias sufridas por las pequeñas.

 

Coppola, Ergüven y Moselle llegan, en sus respectivos filmes, a una misma conclusión, al sinsentido de la educación en lo concreto. Las civilizaciones pasan, lo políticamente correcto o lo socialmente aceptado se traga generaciones enteras, las convicciones del presente se mofarán a perpetuidad de sus predecesoras… De Platón a nuestros días, nada ha cambiado, sólo el camino sobrevive al paso del tiempo. Indagar en nuestra condición humana, alcanzar lo infinito antes de llegar a lo concreto es el fundamento de la buena educación. Olvidarnos de lo relativo y profundizar, desde el ejemplo, en el respeto, en la solidaridad, en el amor, en la honradez y en todos aquellos valores universales tan manidos es la tarea fundamental que la sociedad y las familias deberían tener en la educación de sus jóvenes.