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Adolescencia a través del cine

“El vídeo de Benny” – El terror en pantalla

Desde un punto de vista cinematográfico, los años 90 vinieron marcados por la (definitiva) entrada del cine digital en las salas. “Terminator 2: el juicio final” (James Cameron, 1991), “Jurassic Park” (Steven Spielberg, 1993) o “Matrix” (Andy y Lana Wachowski, 1999) fueron, quizá, los máximos exponentes de un cine que rompió para siempre las fronteras de lo imposible. El digital no sólo abrió puertas en la pantalla, también lo hizo detrás de ella. Obras tan humildes como “El proyecto de la bruja de Blair” (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999) lograron acceder a millones de espectadores gracias a la difusión por internet y a la popularización de la videocámara. Tampoco el Dogma 95 hubiera cobrado forma de no ser por ella. El cine, de una vez por todas, se democratizó.

 

“El vídeo de Benny” (Michael Haneke, 1992) nace, precisamente, en ese nuevo y revolucionario contexto de creación artística. Benny (Arno Frisch), su protagonista, es un adolescente de 14 años que mira al mundo a través de las pantallas –la de su videocámara, la del cine o la de su televisión son sólo las más evidentes–. Haneke insta al público a experimentar esta misma visión de la realidad. Sólo así se explica la clara predominancia de planos lejanos, que oculte ciertas conversaciones tras los cristales de los escaparates o que escoja las torpes tomas de la cámara de Benny sobre sus nítidos encuadres.

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Durante toda la proyección, la cámara de Haneke capta imágenes (aparentemente) aleatorias de la televisión del joven, donde las noticias más crudas y violentas se entremezclan con la dulzura de la música clásica o con la realidad más naíf del deporte. La de Benny no puede sino hacer honor a la de su creador. Su inocente mirada se detiene en el hipnótico vuelo del parascending como la de Ricky (Wes Bentley), de “American Beauty” (Sam Mendes, 1999), se clavaría años más tarde en aquella ya mítica bolsa de plástico. Y, aunque este último tenía también una predilección especial por grabar la muerte, sus intereses no podrían estar más alejados. Si Ricky pretendía librarnos de las capas más superficiales en aras de alcanzar la pureza, Benny se conforma con captar en sus fotogramas la belleza más plástica de todo aquello que alcanzan sus ojos. Sin filtro alguno, eso sí –para el recuerdo, la brutal matanza del cerdo con la que da comienzo el film o su intromisión en un ocupado cuarto de baño.

 

Benny, en su universo cinematográfico, logra erigirse en forma de semidiós cuando, en la escena más dura de la cinta, demuestra ser capaz de dominar, a su antojo, emulando esas otras deidades fílmicas que alquila día sí y día también en su videoclub, lo que sucede en pantalla. El guión de Haneke señala, con demasiada contundencia, a sus padres como los principales culpables de ese ascenso al trono de su vástago –no en vano, acabarán siendo los peor parados–. Benny “castra” a sus progenitores –ni tan siquiera sus “travesuras” más extremas sufren una sola réplica por parte de éstos– para alcanzar una independencia (económica y afectiva) que lo acaban convirtiendo en el icono del adolescente sin límites.

benny_03Más allá de estas consabidas lecciones sobre los límites y la adolescencia, la intención de quien fuera merecedor del Premio Príncipe de Asturias de las Artes en el año 2013 es la de concienciar al espectador sobre los peligros del libre y, sobre todo, solitario acceso de la juventud a casi cualquier tipo de contenido audiovisual. Pese a estar rodada hace ya casi un cuarto de siglo, “El vídeo de Benny” no ha perdido un ápice de vigencia. Y así, si los videoclubes de Haneke dejaron paso a cualquiera de las infinitas plataformas de vídeo online, la videocámara de Benny hizo lo propio ante el avance de los teléfonos móviles. El hipnótico poder con el que la tecnología arrastra cada vez a más niños y adolescentes es tan apabullante como terrorífico. Es un tornar la mirada hacia la sombra sin pistas de quién la justifica. Una sombra cómoda, en la que derrochar horas y horas de hogareña paz; un oasis plagado, en cambio, de arenas movedizas, las de las redes sociales, los YouTubers y el WhatsApp. El tiempo, ese fiel corazón delator de las adicciones, terminará por cobrarse sabida venganza.