1.- Carta de una madre con un hijo diabético

 

 

M. García Pino.

 

Carta de una madre con un hijo diabético

Han pasado más de dos años desde que a mi hijo le diagnosticaran diabetes tipo 1 y tras esa ardua travesía que supone el asumir y afrontar la enfermedad, cargados siempre con una mochila repleta de miedos y de incertidumbres, todavía sigo teniendo la sensación de que acabamos de aterrizar en una realidad paralela, en un mundo lleno de incógnitas que sólo se van despejando con la fuerza de voluntad y una ayuda profesional siempre necesaria. Hay una expresión que no deja de rechinarme y es la que califica a los recién diagnosticados como debutantes. “¿Cuándo debutó tu niño?”, solemos escuchar a menudo. No me parece que sea ese el término más apropiado para hablar de ese momento atroz en el que uno cae en la cuenta de que nada va a ser igual y que la vida de tu hijo, y también la del resto de la familia, va a estar condicionada por una enfermedad incurable.

Miro atrás e identifico tres fases emocionales en este camino. La primera se inicia con el shock que supone el momento en el que un aparato hasta ahora desconocido para ti, el glucómetro, y que luego se convertirá en compañero inseparable, confirma con un simple número que tu pequeño, sano como una lechuga y que únicamente llevaba unos días yendo al baño y bebiendo agua más a menudo, sale del hospital con la etiqueta de enfermo crónico. Cuando te confirman que tiene diabetes lo primero que piensas, ilusa de mí, es que el pobre va a tener que eliminar de su alimentación los alimentos cargados de azúcar y que tendrá que pincharse insulina. Ambos aspectos en aquel momento me resultaron trágicos para un niño, sobre todo lo que significaba someterse a las privaciones de una dieta y al dolor de las agujas y lancetas. La sola visión de verle pincharse, panorama que no deja de impresionarme a día de hoy, es traumática y al contemplar el protocolo que supone la labor de tenerse que inyectar insulina cada vez que come, esos minutos y luego ya segundos que exige la preparación de la pluma, eran siempre el momento de preguntarse ¿Por qué mi hijo tiene que pasar por esto? ¿Qué demonios habíamos hecho mal? ¿Qué dichoso gen o maldición nos había condenado?

Esta primera fase de negación, repleta de malhumores y de lloros, se va mitigando por la labor de unos profesionales sanitarios, en este caso pertenecientes a la seguridad social madrileña, que literalmente te llevan en volandas para sacarte de ese mar de dudas, a golpe de profesionalidad y cariño. Pero, lo que fue determinante en nuestro caso, fue la reacción de nuestro hijo, que por entonces contaba con 11 años, asumiendo con una actitud valiente y estoica lo que le cayó encima. Desde el primer día aceptó su nueva vida, dócil y resignado y jamás consintió que nadie midiera su glucosa con los temidos pinchazos en los dedos, ni que le inyectaran la insulina. Lleva las riendas de su enfermedad desde el minuto cero.

Tras el shock inicial entramos en la que me permito denominar fase de información, en la que con la ayuda de nuestra endocrina y los educadores, vas aprendiendo poco a poco los requerimientos de la enfermedad. Es entonces cuando uno cae en la cuenta de la verdadera dimensión de su tratamiento y de la perfección del cuerpo humano, el sano (quiero decir), capaz de articular milimétricamente un mecanismo complejo, pero perfectamente ensamblado, en el que todo encaja. Y claro, pretender simular la labor de un páncreas interconectado con el resto de tu organismo es harto difícil. Y así aprendes que en los valores de glucosa influye todo, desde lo que comes hasta lo que sientes y que no solo debes contabilizar los hidratos que vas a ingerir, la proporción de grasa, los horarios de ingesta, el tiempo de sueño, etc., sino también tener muy en cuenta la actividad que realizas, los vaivenes emocionales o la temperatura, entre otros muchos pormenores. He llegado a pensar que a mi hijo le afecta hasta la calidad del aire que respira.

En ese momento aprendes que una cifra siempre cambiante es la que va a marcar tú día a día, o mucho peor, la hora siguiente. El dichoso número que marca el glucómetro. Y la pregunta que pasará a ocupar el lugar privilegiado en nuestra comunicación será: ¿Cuánto tienes? La segunda pregunta será: ¿Estás bajito? Esta última es la antesala de una hipoglucemia.

Y es precisamente en esta fase donde una vez asimilado el primer aluvión de información y de datos, que de manera concienzuda te va proporcionando el equipo de diabetólogas del hospital, sumadas a las largas sesiones de búsqueda en internet, mar en el que encontrar respuesta a toda la casuística con la que te vas topando diariamente, te das cuenta de que por mucho esfuerzo que emplees, por muy disciplinado que seas, la estabilidad es una entelequia.

Una de las cosas buenas que nos ha traído esta enfermedad es el experimentar en carne propia la fuerza de la solidaridad. Este sentimiento cobra una dimensión enorme entre la comunidad diabética, no sólo la generada entre los enfermos, sino por la legión de los denominados tipo 3, ese colectivo de familiares y amigos que aunque no padecemos la enfermedad, la sufrimos también. Todos, conocedores de los padecimientos que exige, de las noches sin dormir, de la situación de preocupación y estrés permanente, hace que empaticemos y nos tendamos la mano unos a otros. Y reconforta, sobre todo en los primeros momentos, el agarrarte firmemente a esa ayuda, muchas veces proveniente de gente desconocida, que está dispuesta a aconsejarte y animarte.

Porque es muy difícil que alguien que no conozca los entresijos de este tipo de diabetes, entienda tu día a día. Hay un profundo desconocimiento, yo lo tenía también antes, y en parte lo achaco a al error de denominar de la misma manera a la diabetes tipo 1 y a la 2. Tanto el origen como el tratamiento son distintos y provocan confusiones, no sólo entre el ciudadano de a pie, sino también en los artículos y reportajes de los medios de comunicación, algo que me indigna bastante.

Confieso que he tirado la toalla en este sentido y cada vez me cuesta más hacer una labor didáctica con los que me rodean. A menudo me preguntan: “Tu hijo ya está bien, ¿no? Le he visto y tiene un aspecto fantástico”. Y claro, ¿cómo explicar que la situación de mi hijo siempre es cambiante, que por la mañana puede tener unas cifras de glucosa excelentes, para luego, de repente, caer en hipoglucemia porque ha pegado 4 carreras de más en el patio del colegio y finalizar el día con una hiperglucemia galopante porque la dichosa hormona de crecimiento anda haciendo de las suyas. Y ésta, que es una situación normal en nuestro día a día, resulta imposible transmitirla en una conversación de 2 minutos cuando te cruzas con alguien. Así es que mi respuesta suele ser: “Si, va mucho mejor, gracias”.

La fase 3, que es en la que me encuentro ahora, me sitúa en una situación de mayor serenidad. El duelo ha finalizado, para dar paso a una resignación combativa. Conozco mejor a mi enemigo, pero no lo subestimo, la glucosa es traicionera y en ocasiones te hace creer que la tienes dominada, pero es una falsa idea. Hay que seguir conociendo los mecanismos que interactúan en el organismo y la influencia que ejercen factores externos y también ser consciente que es imposible la estabilidad permanente. En nuestro caso, hemos acogido con enorme esperanza los últimos avances tecnológicos. Mi hijo ahora lleva consigo una bomba de insulina de última generación, vinculada a un sensor de glucosa continuo. Para nosotros ha supuesto un cambio importante y ha mejorado considerablemente nuestra calidad de vida.

Ahora, con trece años, mi hijo empieza una etapa, la adolescencia, que será complicada en muchos aspectos. A los vaivenes de su curva glucémica, se unirán los picos emocionales propios de la edad. En estos momentos su padre y yo nos estamos preparando para ir asumiendo estos cambios y quizá, el más duro y a la vez liberador, será cuando la pesada mochila de la diabetes pase a ser cargada sólo por nuestro hijo. Porque, queramos o no, en pocos años el tendrá que asumir en exclusiva su tratamiento y tomar decisiones por sí mismo. La vigilancia y dedicación extrema que ahora mantenemos, por su salud, pero también por nuestra tranquilidad, cederá y será la responsabilidad del muchacho la que soporte el tratamiento. Este proceso no es fácil, sólo confío en que hayamos logrado equiparle bien la cabeza para convertirle en un paciente empoderado, capaz de disfrutar de la vida, pero a la vez, de mantener unos hábitos que le permitan minimizar posibles dolencias futuras asociadas a un mal control. En ello estamos.

Madrid, 22 de octubre 2016