La meditación transformó mi vida


La meditación transformó mi vida

Diego Ruiz Hidalgo
26 años

 

Comúnmente se dice que la adolescencia es el paso de la niñez a la madurez o etapa adulta. Puede verse como un puente entre el niño y el adulto, con sus respectivas etapas internas.

La niñez es el estado en el que no te sientes perdido. Eres creativo, expresivo, explorador, imaginativo y sobre todo se te caracteriza por un sentimiento de seguridad interior. Puede que te sientas seguro porque tus padres se encargan de ti, pero en cualquier caso te caracteriza un sentimiento profundo de seguridad y confianza. Sientes que puedes permitirte cualquier osadía, confías en la Vida. Aquí hablo en términos muy generales. Por supuesto que hay niños con falta de confianza y con dificultades para expresarse, pero en general, un niño sano y con un entorno familiar estable se caracteriza por esas cualidades.

El adulto realizado interiormente se caracteriza por ese mismo sentimiento de seguridad y confianza, pero ya no debido a sus padres biológicos, sino al Gran Misterio de la Vida al que se entrega completamente (cada cual siguiendo su propio código de creencias o experiencias vivenciales, ya sean religiosas o no).

El adolescente está en el medio, perdido. Su mente crítica, racional, comienza a desarrollarse en todo su potencial. Empieza a darse cuenta de que sus padres no son tan omnipotentes, ni lo saben todo. Empieza a buscar su seguridad en otras cosas, depositando su confianza, esta vez, en el grupo de su misma edad. Es posible que un sentimiento ancestral de pertenencia a un clan afiance esa sensación tan deseada de protección y seguridad. A menudo surge un sentimiento de vergüenza si se le ve en presencia de sus padres y estos le proporcionan muestras de afecto o cariño. Es posible que este sentimiento surja de una emancipación inconsciente con su niñez y todo lo relacionado con ella. “Ya no soy un niño, ahora soy un individuo que se busca a sí mismo”. En mi opinión, es aquí donde cobra fuerza esa inquietud tan característica del ser humano por definirse, por adoptar una identidad concreta y afirmarse como individuo.

La búsqueda suele comenzar con una infinitud de ensayos. El adolescente se asemeja a un actor que busca su rol ideal para ser reconocido y reconocerse a sí mismo. Este reconocimiento buscado debe venir del grupo al que desea pertenecer y el reconocimiento parental ya no parece ser tan importante. Pasamos de un “¡Mamá, papá, mirad lo que hago!”, a un “¡No me agobiéis con vuestras perspectivas de adultos, vosotros no me entendéis!”.

Ahora es el grupo de pertenencia, el clan, el que busca ser contentado de manera inconsciente. Una paleta infinita de códigos de conducta y roles comienzan a desplegarse en la vida del adolescente, desde su forma de hablar a su forma de vestir o de divertirse.

Un ejemplo que encuentro muy representativo de esta nueva conducta es el hecho de fumar. ¿Por qué empezamos a fumar? Invito al lector a que se plantee esta pregunta si fuma o ha fumado, o si, en caso negativo, ha visto el proceso en otras personas.
Desde mi punto de vista, empezamos a fumar porque de un lado desafía la
perspectiva protectora del ámbito parental, nos reafirma en nuestra nueva búsqueda de identidad adulta (ya no somos un niño que debe ser protegido por sus padres) y por otro lado, porque nuestra sociedad ha estado expuesta a medio siglo de campañas de marketing de la industria tabacalera, pasando por el cine y la televisión.

Si me aventuro a comenzar el artículo de esta manera, es porque he vivido todo ese cliché hasta hace no mucho y en mi caso ha resultado de vital importancia identificarlo. A mis 26 años, la adolescencia es una etapa que no siento tan lejana. Desde los 13 a los 19 me pareció un mundo, pero de los 20 a los 26 siento que ha sido un parpadeo.

El inicio de mi adolescencia se caracterizó por un sentimiento de inseguridad respecto a mí mismo. Acababa de experimentar un cambio brusco justo a los 13, ya que cambié de colegio y no llegué a formar parte de un grupo determinado en mi clase. No era muy bueno jugando a fútbol (deporte que permitía una efectiva integración social), así que esto acentuó mi sensación de inseguridad y decidí pasar más o menos inadvertido absorto en libros y mundos de fantasía hasta los 15. Ese verano pegué un pequeño estirón y recuerdo como el hecho de empezar a relacionarme con chicas me dio cierta confianza.

Empecé a salir de fiesta con otros chicos de mi edad con la intención de conocer chicas y divertirnos. Empecé a beber alcohol y a fumar, ya que eso hacía el target de jóvenes por el que quería ser aceptado, lo que pareció procurarme una sensación de mayor seguridad en mí mismo. La paradójica ilusión en la que me introduje la comprendí más adelante, ya que toda esta etapa me convirtió en esclavo de la opinión y valoración ajenas. Cumplir los códigos de vestimenta e imagen aceptados socialmente se convirtió en una de mis prioridades. Si gustaba a las chicas, y al resto de jóvenes de mi edad en general, me sentía seguro de mí mismo, de lo contrario, no.

Uno de los primeros sucesos que determinó mi posterior búsqueda de una transformación interior ocurrió a eso de los 17 años, cuando me diagnosticaron un leve trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y me asignaron una medicación llamada Concerta. Al parecer es un trastorno cada vez más habitual en niños y adolescentes y pronto descubrí que mi caso no era aislado. Comencé tomando 18 miligramos, después 36 y finalmente llegué a la dosis de 54. No pretendo citar todos los posibles efectos adversos de este químico, ni iniciar una campaña contra el uso de este tipo de medicamentos, ni expresar mi punto de vista acerca de la industria farmacéutica. Simplemente quiero dejar claro que en mi caso no resultó una solución muy positiva.

Cada vez que lo tomaba perdía notablemente el apetito, mis pies y manos se enfriaban exponencialmente, me resultaba difícil conciliar el sueño a la hora de irme a dormir y, aparte del hecho de estar concentrado durante largos periodos de tiempo sobre una misma cosa, no sentía muchas ganas de socializar con mi entorno, lo que a menudo estaba acompañado de un malestar general. Si ya de por sí como adolescente tenía ciertas inseguridades que generaban niveles habituales de ansiedad (exámenes, búsqueda de aceptación y valoración externas, etc.), el medicamento las acentuaba.

No tardé en llegar a la conclusión de que (en mi caso) no sentía que fuese una solución muy práctica y saludable, por lo que tomé la decisión de posponer la medicación en búsqueda de un remedio que me pareciese más constructivo.

Otro de los sucesos que desencadenó mi búsqueda de una transformación interior fue el hecho de llegar a un estado de saturación profunda. A eso de los 22
comencé a saturarme de ir a las discotecas y a los bares, del consumo excesivo de alcohol a pesar de que me pareciese la única manera de socializar a mi edad y
del hecho de intentar encajar en el molde social de la juventud de mi entorno. Todo empezó a parecerme superficial, pero, sobre todo, yo mismo. No era feliz. Surgió en mi la sensación de estar interpretando una obra de teatro para integrarme a toda costa, sin conocer verdaderamente al actor que interpretaba todos esos roles. Me di cuenta de que mi motivación real a hacer todo aquello era el miedo inconsciente a no ser aceptado.

Tras haber comprendido profundamente que ese no era el camino a la felicidad ni al conocimiento de mí mismo, empecé a dedicar más tiempo a la reflexión acerca de todas esas cuestiones. Decidí pasar más momentos en soledad con la intención de conectar conmigo mismo. Al iniciar esta búsqueda, no tardó en llegar a mis manos el libro que cambió completamente el rumbo de mi vida: “El Poder del Ahora” de Eckhart Tolle. No pretendo proclamar que ese libro sea el indicado para todo el mundo, pero en mi caso fue el que me abrió la puerta a la meditación, el conocimiento de mí mismo y la realización interior que ha transformado mi vida.

El concepto de la meditación no es nuevo. Jon Kabat-Zinn, profesor emérito de medicina en la Massachusetts University Medical School, fue uno de los primeros occidentales que introdujo la meditación secular (es decir, separada de toda creencia o connotación religiosa) en el campo de la medicina a principios de la década de los 80. Inspirándose en las técnicas meditativas de un tipo de tradición budista, Kabat-Zinn creó el concepto occidental de Mindfulness o Atención Plena y comenzó a crear programas de meditación para sus pacientes. El éxito rotundo de este tipo de terapia natural ha facilitado que, a día de hoy, cada vez haya más estudios científicos occidentales entorno a la meditación y a sus múltiples beneficios.

Para mí, la meditación fue algo más que una simple terapia. No solo me permitió mejorar mi concentración y equilibrio interno (hecho que me facilitó el estudiar una carrera universitaria y graduarme con buenos resultados sin necesidad de tomar Concerta), sino que además me condujo a un conocimiento más profundo de mí mismo, de la manera en la que percibo la realidad y de la forma en la que interacciono con ella. Me mostró el fardo de condicionamiento social que acarreaba desde hacía años y me permitió comenzar a soltarlo poco a poco. Me hizo descubrir que la felicidad está en uno mismo y que no vemos el mundo como es, sino como somos.

Tengo claro que este artículo no puede hacerle justicia al verdadero cambio que se produjo en mi vida, pero al menos me ha permitido compartir brevemente mi historia y, tal vez, aportarle un ápice de curiosidad a algún adolescente que, como yo, se ha sentido perdido en un mundo cada vez más ruidoso y ajetreado.

Para concluir, me gustaría compartir con el lector una hermosa fábula oriental que resume de forma magistral la esencia de este hermoso arte llamado meditación:

— Maestro, ¿qué es la Verdad?

— La vida de cada día.

— En la vida de cada día sólo aprecio las cosas corrientes y vulgares de cada día y no veo la Verdad por ningún lado.

— Ahí está la diferencia, en que unos la ven y otros no.